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Christina Rosenvinge en Chile

Varias veces, Christina Rosenvinge ha manifestado que prefiere tocar sus canciones ante un público pequeño, al que pueda verle las caras. Quizás por eso, el lugar inicial de la gira de la española por Chile fue La Cúpula del Parque O’higgins en Santiago.


A las 21h en punto de este jueves 5 de mayo, abrió la noche Fernando Milagros, quien a través de un folk y country mestizo, indagó en atmósferas latinoamericanas, vía guitarras, armónica, voz a capella y percusiones.

Más allá de los resultados de la fusión, es interesante hacer notar como en solitario logra plantarse previo al plato de fondo, llamar la atención y ofrecer un puñado de canciones sencillas, que reafirman esa identidad híbrida que cultiva.

Rosenvinge (1964) ya no es la veinteañera de Alex y Cristina, aunque aún conserva poses de niña y un aura sensualmente ingenua. 45 minutos después de Milagros salía al escenario, enfundada en un vestido negro que hacía palidecer aún más su piel.

En las dos horas de show, interpretó 20 canciones, repasando casi en su totalidad “El labio superior” (2008) y “La joven dolores” (2011), hits de juventud y algún tema en inglés (Liar to love). Acompañada de un trío de rock tradicional, la española también se dio tiempo para interpretar un par de canciones en el teclado (Animales vertebrados, Eva enamorada), haciendo gala de otras sonoridades, en canciones que se mueven siempre entre lo lúdico y lo emotivo.

Medianamente locuaz, afirmó su alegría de estar en Chile, y a medida que corrió el tiempo se le vio cercana y cómoda, aún cuando su inmovilidad casi mortecina es constante sobre el escenario. No obstante, esto va en oposición directa a su música, un vaivén de folk, blues, rock, pasados por un filtro elegante e inteligentemente pop.

Y eso es lo que hace que la Rosenvinge pueda decir las frases más naíf (Tu boca) o amorosas (Nadie como tu), sin sonar patética. Hoy madura –aunque siempre con un aire de rebeldía adolescente- sus composiciones parten desde la sencillez y van escalando en atmósferas, texturas y armonías que blindan las canciones, lo que sumado a su reconocible timbre vocal, le otorga un sello de identidad que la reafirma como autora.

Durante el concierto, se pudo apreciar la dinámica complementaria de dulzura-amargura, afinación- desafinación, inocencia-salvajismo, luminosidad-oscuridad, que sus canciones y su figura presentan a nivel de forma.

En cuanto a líricas, Rosenvinge opta casi siempre por la descripción simple, por escasas imágenes abstractas, por la temática amorosa desde un punto de vista desgarrado, aunque límpido y emocionante. Los méritos de su música se encuentran en la manera en que esa relación dialéctica va configurando un todo que, sin ser uniforme, se homogeniza tal como una tarta en el horno, con sabores y olores que trascienden el single, se superan y desde la candidez van en busca de LA canción. Algo que sólo la experiencia otorga.

Momentos brillantes y estremecedores entregó con Anoche, Canción del eco (donde se percibe un influjo vegasiano), Mi vida bajo el agua o Nuestra casa (pop luminoso y melancólico) o la misteriosa Tu sombra. Para el final, complaciente, guardó éxitos juveniles –con más o menos arreglos que las refrescaron – como Tú por mí, Pálido, Mil pedazos (sólo con piano y sentada al borde del escenario) y Voy en un coche.

Otro de los imanes de la Rosenvinge, así como lo pendular de sus composiciones, tiene que ver con que esa particular impronta angelical –de ángel caído, oscuro y brujeril- que ha servido de colchón a todas sus etapas musicales y que la ha convertido, para bien o para mal, en fetiche del universo musical.

Sin embargo, más allá de ese estigma, es necesario decir que hoy es una gran compositora de canciones, en un panorama en el que la vocación pop y la profundidad rara vez se condicen. En vivo hechiza, adormece, estimula y juega al encanto, reafirmando de pasada que, en el fondo, no hay posibilidades de quedar indiferente. Tal como cuando uno encuentra crecido al amigo que no se ha visto desde niño.

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